9
febrero 2013
Fuente: Revista Semana
Una de las regiones más ricas del país se volvió un santuario de ilegalidad, violencia, pobreza y corrupción.
Autor: Cortesía QHubo
El 11 de
enero, una masacre sacudió a Buenaventura. Diez personas fueron asesinadas en
un balneario en las afueras, en una acción atribuida al virulento
enfrentamiento que libran los grupos criminales en el puerto por controlar el
tráfico de drogas.
La semana
pasada dos desesperados llamados sacudieron a Colombia. “El abandono de
Buenaventura es una vergüenza nacional”, dijo monseñor Héctor Epalza, obispo
del principal puerto del Pacífico, en una sentida queja por la situación de
violencia que vive la ciudad. Contó que solo en el mes de octubre hubo 32
balaceras y que en lo que va de este año ha habido 25 asesinatos, diez de ellos
en una masacre.
El otro
clamor provino de Quibdó. Del primero al 9 de de febrero, buena parte del
departamento estuvo paralizada por un paro armado decretado por las Farc. Es el
cuarto en un año y, pese a los llamados y medidas del gobierno y los militares,
el combustible escasea, los colegios de varios municipios están cerrados, el
tráfico hacia Risaralda ha sido interrumpido y la población vive atemorizada.
Lo peor
es que ni el paro armado ni la violencia homicida son nuevos para los
habitantes del Chocó y Buenaventura ni, en general, para los olvidados
moradores del Pacífico. Toda la región, de Tumaco a Juradó y Turbo, se ha
convertido en el Salvaje Oeste de Colombia gracias a una mezcla explosiva de
los peores índices de pobreza y corrupción, la expoliación ilegal de su riqueza
minera y maderera y la sanguinaria competencia que libran toda clase de grupos
armados por controlar el territorio y las poblaciones para el tráfico de
drogas. Como siempre, la gran víctima es la población civil.
Nada
nuevo
El paro
en Chocó, que congeló la vida en varios municipios a lo largo de la carretera
entre Quibdó y Pereira en el centro-sur del departamento, es el cuarto en un
año. Las Farc paralizaron el departamento en noviembre, durante diez días, y el
transporte en marzo, por una semana. Y el año pasado despuntó con otro paro que
el grupo sucesor de los paramilitares, Los Urabeños, a punta de panfletos,
impuso a raíz de la muerte de uno de sus jefes en un operativo de la Policía.
Aunque el
ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, los ha calificado de “paros de papel”
y los militares ofrecen escoltas a los vehículos, la comunidad no tiene
alternativa. “Nos queda muy difícil salir a trabajar escoltados por soldados,
para que cuando se vayan nos maten”, explicó un conductor de bus que pidió
omitir su nombre. El defensor regional del Pueblo, Luis Abadía, advirtió
problemas de abastecimiento de combustibles y teme que se extiendan a los
alimentos y medicamentos.
Con paro
o sin él, la quema de buses, los retenes guerrilleros y la intimidación a los
viajeros son una constante en las vías. Hay combates entre Ejército y guerrilla
que duran semanas, y el país ni se entera. Los desplazamientos, la confinación
de comunidades, los homicidios son el pan de cada día. La semana pasada varios
congresistas de Estados Unidos enviaron al presidente Juan Manuel Santos una
carta en la que señalaban amenazas contra líderes de la restitución de tierras
en la región.
En
Buenaventura, la situación es igual de grave. El 3 de febrero, cuando el
concejal liberal Stalin Ortiz fue abaleado en Cali por un sicario en moto, ese
no era sino el más reciente de una vorágine de hechos de violencia que llevaron
al obispo a elevar su llamado de ayuda.
Entre el
primero de enero y el 8 de febrero de 2012 hubo seis homicidios en
Buenaventura. En el mismo periodo de este año hubo 26, entre ellos una masacre
de diez personas en las afueras. El año pasado, 5.000 personas debieron huir de
sus hogares por las balaceras que a diario sacudían sus vecindarios. Solo en
octubre pasado, uno de los peores meses que ha vivido el puerto, se denunciaron
75 desapariciones forzosas y el desplazamiento de 1.500 personas. El reclutamiento
infantil está a la orden del día (igual ocurre en Tumaco y en muchas zonas del
litoral).
Lo más
grave, tanto en el Chocó como en Buenaventura y en el resto del Pacífico, es
que esta verdadera crisis de seguridad es de vieja data y parece haber superado
la capacidad de acción de las autoridades y el gobierno nacional. No se ven
soluciones y, para hacer todo más difícil, el drama de la violencia se
entrelaza con una situación social y de corrupción política que jamás se ha
atendido y que viene agravándose.
¿Qué
pasa?
El Dane
volvió a calificar en enero al Chocó como el departamento más pobre de
Colombia. Ese mes se registró la muerte de ocho niños de la etnia wounaan,
recordando que el departamento tiene la más alta tasa de mortalidad infantil en
el país. La salud está intervenida por el gobierno nacional hace años, al igual
que la educación y el servicio de acueducto, pero los indicadores siguen
retrocediendo: la pobreza extrema aumentó en dos puntos porcentuales entre 2002
y 2011, y las necesidades básicas insatisfechas saltaron del 66 al 89 por
ciento, pese a que el PIB departamental creció casi un 8 por ciento en los
últimos siete años, sobre todo por cuenta de la minería.
En
Buenaventura la situación es idéntica. Quienes la visitan se sienten transportados
a Haití o a los países más pobres de África. Los barrios llamados de bajamar,
construidos sobre palafitos en la zona de marea, ofrecen unas imágenes de
miseria inenarrables. El famoso proyecto del malecón de Bahía de la Cruz, que
el gobernador del Valle prometió por estos días adelantar, está en planos hace
años. El desempleo llega al 62 por ciento. El puerto mueve miles de millones,
pero esas inmensas sumas jamás las ha visto la ciudad.
En este
trasfondo de pobreza, el Pacífico ofrece una naturaleza impenetrable y poco
habitada (en Chocó vive el uno por ciento de los colombianos), surcada por ríos
que salen al mar. Un ambiente ideal para que guerrillas y sucesores de los
paramilitares se instalaran en la región a disputarse el tráfico de drogas y
las explotaciones ilegales. Como dice León Valencia, director de la fundación
Nuevo Arco Iris, “toda la disputa de la tierra y las rentas se trasladó al
Chocó”. Y al resto del Pacífico.
En
Buenaventura, la espiral de violencia reciente se explica por el enfrentamiento
entre dos grupos, la banda de La Empresa, ligada a Los Rastrojos en declive, y
los poderosos Urabeños que intentan controlar el tráfico de drogas. Las Farc
están presentes. Y todos esos grupos, junto al Eln, asedian al Chocó. Desde que
empezó la arremetida paramilitar en este departamento, en 1996, y más al sur,
más tarde, la región no ha tenido respiro.
Buenaventura,
como planteó el obispo Esparza, está asediada por “el maldito tráfico de
droga”. Chocó, con 157 títulos mineros y la mitad de las 56 toneladas de oro
que se produjeron en Colombia en 2011, suma a esto la minería ilegal.
Capítulo
aparte es la dirigencia política local. Chocó ha tenido ocho gobernadores en
los últimos seis años. Los tres parlamentarios de la anterior legislatura se
vieron enredados en líos de parapolítica o corrupción. La plata del presupuesto
y las regalías, que en 2013 llegará a casi 1 billón de pesos, se ha esfumado.
Al igual que Buenaventura, Quibdó está asediada por un déficit histórico en
servicios públicos.
El abandono
de estas regiones tiene muchos años, al igual que la violencia que las asedia.
¿Qué piensa hacer este gobierno para enfrentar una situación que hace ya mucho
rato rebasó todo límite?
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